domingo, 22 de abril de 2012

El enamorado y Satanás



Se cansó de tener que pedir explicaciones y se marchó. A las explicaciones las necesitaba, pero ahora necesitaba un cigarrillo. Sacó uno, el último, del bolsillo. Lo prendió algo temblando por el frío o por la violencia de la situación.

Hay que decir que lo violento de la situación fue que ella estaba tranquila y él, abrumado, desbordado, desorientado, y hasta perdido, convencido de que la mujer que estaba frente a él, a la cuál sometía a interrogativos que ella no contestaba, no era la mujer que tanto amó, y peor, que tanto lo amó a él. Pero ese convencimiento era un convencimiento irreal (como el de un loco que está convencido de ser San Martín).

Ella era ella, él era él, y el otro tipo era el otro tipo. Y encontrarse los tres en una misma habitación era el colmo, era lo absurdo del universo, la comedia y la tragedia, todo un horror digno de una novela barata. “Si al menos yo no hubiese reaccionado como el protagonista de la novela barata, carajo”, pensó, mientras cerraba los ojos para no tener que ver el humo del cigarrillo, que era azul y fantasmal, y se confundía con una posible emanación o representación de sus pensamientos.

Miró el puente y se horrorizó al no saber por qué justo después de ese momento había decidido salir corriendo (corriendo, eso era lo peor) hacía el río. Como un impulso, como un instinto de salvación. Sin embargo, el impulso no lo llevó a tirarse: sólo lo dejó ahí petrificado, fumando y contemplando el río, a oscuras y con un frío de puta madre.

La entrega y la pobre devolución lo desilusionó. No le importaba que ya no viera su cara o que no sintiera su piel, le molestaba (como siempre) la traición, el ocultamiento de la verdad por cobardía. La infidelidad no es otra cosa que eso. Ojos que no ven, corazón que no siente, che.

Pero allí estaba el río como desafiándolo, como preguntándole si él podía llegar a ser el héroe Sísifo, si podría levantar la roca aún estando consciente de que es inútil, porque volvería a caer (este hecho no era una de las tantas veces que la roca había caído), o si era capaz de la estupidez o inteligencia (qué línea delgada las separa) de entrar en el río, hundirse, escupirle en la cara a la vida, diciéndole “no me importás un carajo, regalo divino, mirá lo que hago con vos”.  

Pero no era sólo por una mujer: era por él, por lo que se había convertido. No la culpaba: no se puede estar con un hombre de su perfil. Analizó las opciones y eligió no suicidarse, más vale malo conocido que bueno por conocer. Ahora se iba a sentar en la plaza, pateó una piedrita, cayó en el río, se imaginó a él cayendo allí y, de nuevo, la idea del Aqueronte se hizo tentativa. Pero no, en las profundidades húmedas del agua y la muerte no se disfruta tanto como en la plaza principal, viejo. 

“Lo mejor sería ir a escuchar alguna banda musical, de pobre fracasados como yo, y ponerme a escuchar. Son fracasados pero, aún así, son mejores que yo: yo escucho, me siento, y ellos allá arriba. Qué posición formidable la de arriba de un escenario: superioridad sin objeción y sin culpa.”

Entró en un bar que no conocía, triste, lúgubre. De lejos vio un tipo que parecía un empresario de mucha guita, de cerca notó que era el mismo Satanás. Igual, no había mucha diferencia.

- Nos volvemos a ver, Mariano. Una copa para mi amigo, una copa de…
- De whisky. No me digas che, esto de la piedra me tiene mal.
- Se cayó otra vez, ¿no?
- En un cuarto de hotel. Uno grande, musculoso, cara de tonto, con poca calle y mucha falopa.
- Ah, las mujeres, Marianito. Las creamos yo y el de arriba, antes del destierro, viste. Él les dio muchos dones. Yo sólo necesite darles uno para que se convierta en el mejor y en el más usado.
- La belleza.
- No querido, el engaño. La licenciatura en engañar, viejo.
- Qué lindo trabajo fue el tuyo. Las de almas que habrás colectado por ellas. Ninfas chupasangres.
- El amor eterno de una mujer. No hay tonto poeta que no ceda su alma por eso.
- ¿Y al revés?
- No, el hombre es el único ser tan estúpido para no entender que para el triunfo en el amor sólo hace falta bailar bien. Hasta algunos animalitos lo saben. El pavo real no, a él le basta unos buenos colores. Qué animal ese.
- Hermoso. Como lo era ella, amigo. Brindemos. Lástima que yo no tengo colores.
- Y que ella no es una pava. Mirá, si lo deseás tanto, me pongo formal y te ofrezco su amor. Tu alma después de tanta filosofía no vale mucho. Entendelo como un favor mío, porque en realidad es una estafa.
- No, gracias. El amor no es eso. No puedo serlo, tiene que ser otra cosa. Aunque no lo sé.
- Que sabrás vos, cornudo. Recién en el río se te cruzó algo por la cabeza. Eso es regalármela, no vendérmela.
- Nos vemos che, tengo que ir a olvidarme de ella. Olvidar es un trabajo horrible, de eso vos sí que no sabés.
- Quedate a escuchar un tango, querido.
- Otro día, ando apurado.

Por Facundo Fagnano
http://nuestrospensamientosff.blogspot.com.ar/ 
Facundo está terminando el Polimodal, para recibirse de Bachiller en Comunicación.

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